En todos hay un escritor. Por más escondido que este se encuentre. Algunas veces se manifiesta y quiere ser la voz de muchas voces y la de uno mismo. Ser testigo y narrador de nuestra historia, amigo y enemigo de nuestros miedos y alegrías, tratar a la realidad como una igual, subyugar lo indomable y liberar lo oprimido. Combatir la intolerancia en una guerra sin cuartel a palabra suelta. Desafiar a nuestra propia inteligencia y re-definir las reglas en las cuales se basa nuestra ya tan reestructurada sociedad. Pero lo más importante sea, tal vez, la indescriptible sensación que nos produce, el dibujar con nuestras palabras en la imaginación de otros.

Bienvenidos.

C.A.

jueves, 5 de abril de 2018

Al Final.



El tufo a creolina y orín, mezclados, se levantaban desde el piso como un vaho pesado y espeso. Hay un trapo de piso acurrucado en una esquina, chorrea agua gelatinosa y parece no querer ejercer más su función de restriega mugre de aquí para allá.
A algún gracioso se le ocurrió pegar papel higiénico de segunda mano en las paredes del cubículo. Estoy seguro que eso lo hacen para que estos lugares sean aún más desagradables. Parecería que hay gente que le diera placer, el incrementar la sensación de repulsión que ya de por si causan los baños públicos. “Públicos” es una manera de decir. A mí, el vocablo ese me parece que coquetea mucho con lo estatal, y lo asocio a estos ambientes. Pero estos lugares no tienen nada de públicos. Este en particular es del bar, que tiene un dueño, privado, y que le chupa un huevo como se vea estéticamente.
Tengo los párpados pesados, adentro de mi cráneo el cerebro patina y se golpea contra las paredes óseas de su confín, me causa un dolor constante y el vino, hace que todas mis víseras ardan. La puta madre que me parió, tengo años de esto; de andar chupando, porque no tengo penas y si las tengo, también. ¡Para qué mezclar! ¡Si no se debe!
Vine por dos grapitas, pero no puedo dejar pasar el vino y mis dos dedos de kewis, llorando en la medida.
Ya el estómago no me aguanta y sin vergüenza, desalojo acá, sentado en la taza, sucia o limpia, no me importa, no la miré, hace mucho que no las miro.
Cuando era pibe, en la escuela, me daba asco entrar, a mear nomas, en los baños de los varones, siempre había un olor nauseabundo, perenne, de otros, y ahora, ya no recuerdo muy bien lo que es sentir aversión. Lávense siempre las manos, cuando vayan a esos baños. Por las pestes. Nos decía la abuela a mi hermana y a mí. La vieja les tenía pavor a las epidemias. Venía de una época en que la gripe y el tifus se habían llevado a la mitad de sus hermanos.
Mi cuerpo hace ruidos, repugnantes, convulsos, no sé si regurgito o defeco. Alguien entró, a mear seguramente.
La puerta de madera me ofrece una ilusoria cuota de pudor, tiene por lo menos 6 capas de pintura de diferentes colores. Yo empecé a venir cuando estaba celeste, eso son como cuatro capas en el pasado. Lo que hay que reconocer es que, a pesar de tanta pintura y pintores, todos por igual, respetaron la poesía que está en el marco central, a la izquierda, casi llegando a la bisagra del medio. Tallada con mucha paciencia, letra por letra, con sus versos armaditos.

Al final

Fue ayer era un niño
Que tenía los ojos
Brillantes y claros
Y un porqué de saber
Y una fe con sus rezos
Que sellaba al final
Una abuela con besos
Hoy sin hoy soy un viejo
No hay fe y los ojos
Opacos buscan lejos
                                        Juan Bautista Baba.

La leí tantas veces, siempre me trabo en el penúltimo verso…No hay fe y los ojos… Me cuesta enganchar: Opacos buscan lejos.
Es duro hacerse adulto, al menos, por lo que escribió, para Juan Bautista lo era.
Juan venía al boliche con esos venires que son como asomadas, algún viernes si y otros no. Apuraba una en el mostrador y pedía para usar el baño, entonando su retirada al paso ligero y sin detenerse. Vendedor callejero, comisionista, se hacía llamar. Revendía mercadería que conseguía en los mayoristas. Poseedor de una labia bárbara y confianzuda, sin exceso, a la gente, le verseaba que eran decomisos de Aduana. Sostenía que al público le encantaba lo prohibido, lo robado, joder al estado y que, por eso, parar la olla le resultaba una tarea medianamente llevadera. Después se dedicaba a escribir. Cargaba siempre con un par de copias mecanografiadas de sus obras, con correcciones varias, las paseaba adentro de la misma bolsa de arpillera que le servía para llevar la mercadería. Sudaba a mares, yo creo, porque andaba siempre de gorra de lana y un camperon abultado, las 4 estaciones.
La poesía la esculpió sin permiso, para cuando la descubrieron los que no deberían descubrirla, Juan había dejado de pasar por el boliche, hacía bastante. Si no me equivoco, a la puerta se le dieron una o dos, de las seis manos que hoy ostenta, antes que se percataran los propietarios. Para ese entonces era tarde. ¿Sacarla? ¿Para qué? Al fin y al cabo, cuando alguien viene a desahogar algo más que las penas, tendría esos versos para leer.
¡Mierda con esto! El cuerpo se defiende como puede y ahora mi diafragma se contrae buscando eliminar los agentes corrosivos. Arcadas, las detesto, de botija me daban terror, sabía que desembocaban en esos días de cagalera y vómitos, sin poder probar bocado. A Hortensia la ponían a dormir en el sillón de comedor, la abuela empleaba su magro conocimiento en matemáticas para darse cuenta que un nieto con diarrea era mejor que dos.
Al tercer día, de retorcijones y náuseas, que para al que le hubiera tocado de nosotros, parecían semanas, llegaba el churrasco con arroz blanco. Un manjar, saboreado durante minutos, cada pedacito de carne mojando los granos de arroz, mitigando el hambre y enseñando a valorar los platos de comida que, a economía de pensión, ponía en la mesa la vieja.
Hoy, las arcadas son parte de mis tardes y alguna que otra mañana, no producen nada, tal vez, una incomodidad espacial, cuando atacan en su desubicado proceder.
Es duro crecer si, tal vez tenga razón Juan, desde el marco, apuntado con sus dedos en esos versos tallados sin consentimiento
Parece ayer, tenía tantas cosas para contar, las tardes de lluvia, las horas asesinadas en el cordón de la vereda, los deberes en conjunto, hoy no puedo ni quiero visitar, nada de eso.
En algún lugar quedaron y ahí estarán, sin explicación ni visitas
 Desde que la casa quedó hueca, desde que Hortensia se marchito y con ella la abuela, aprendí, bien aprendido que tomar ahoga las penas y después, ya es necesario, para no volver atrás, al punto cero, al dolor. En realidad, uno cambia, hace un trueque de dolores, los emocionales por los estructurales, estos, en el corto plazo de nuestra inmediatez, siempre aquejan menos. 
 El recuerdo de ese día tiene gusto a nostalgia, como los boliches hoy, que son una añoranza de otras cosas que, en realidad, en su vigencia, nadie veía con buenos ojos.
Aprendí definiciones, componentes, tratamientos. ¿Cómo olvidarlos? Neoplasias, oncogenes, anemia de fanconi y, antes de que pudiera asimilarlos, ya había pasado, fulminante por nuestras vidas. La abuela aprovecho la andanada para apagarse también. ¿Qué mejor excusa?
Así, olvidando penas, olvidando olvidos, es verdad, hoy sin hoy, son un viejo. En el mostrador, seguro me espera otro buche de grapa, otro vaso, donde mis ojos buscaran esa luz que ya no tienen. Luego, cuando queme, desde adentro, volveré a leer estas líneas, que nos recuerdan.


                                                                                                                                 Claudio Alonso 2018

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