En todos hay un escritor. Por más escondido que este se encuentre. Algunas veces se manifiesta y quiere ser la voz de muchas voces y la de uno mismo. Ser testigo y narrador de nuestra historia, amigo y enemigo de nuestros miedos y alegrías, tratar a la realidad como una igual, subyugar lo indomable y liberar lo oprimido. Combatir la intolerancia en una guerra sin cuartel a palabra suelta. Desafiar a nuestra propia inteligencia y re-definir las reglas en las cuales se basa nuestra ya tan reestructurada sociedad. Pero lo más importante sea, tal vez, la indescriptible sensación que nos produce, el dibujar con nuestras palabras en la imaginación de otros.

Bienvenidos.

C.A.

miércoles, 6 de abril de 2016

ELLA


Cuando sonó el despertador a las seis y media de la mañana, ella no sabía si se estaba despertando de la siesta que nunca pudo dormir el día anterior, o si efectivamente le tocaba volver a empezar un nuevo día. El hecho de pensar que tenía que cumplir un día más de nueve horas en ese laburo repugnante la hizo volver a cerrar los ojos para esconderse tras la lagaña matutina y prometerse esos merecidos “cinco minutos más”. El problema fue cuando esos cinco minutos se convirtieron en treinta y cinco, y no pudo ni desayunar ni darse esa ducha salvadora en una fría mañana de Julio. Cuando se despertó de nuevo, tuvo un vago recuerdo de una vieja amiga. No sabía por qué había soñado con ella, pero tampoco se esforzó en intentar entenderlo. Al fin y al cabo había sido solamente un sueño, un sueño sobre una amiga que había abandonado el viaje de sus sueños por la mitad para volver a Montevideo para concursar por un cargo público. En aquél entonces, ella no había entendido a su amiga, el cómo había abandonado un viaje soñado por el solo hecho de lograr un puesto en una oficina pública, el cual finalmente no consiguió.


Abrigada hasta la manija, sus músculos titilaron un buen rato por el frío antes de que llegara el bendito ómnibus que le servía, pero para su sorpresa la lata de sardinas tugurizada no se detuvo y ella supo enseguida que llegaría tarde a su destino. Habría que fumarse la cara de orto de la jefa y una posible sanción. Fue al rato que pudo por fin subirse a otro ómnibus capitalino, no sin antes ver cómo el veterano y el pibito que esperaban con ella se colaban a prepo para subir al bondi, dejándola prácticamente aplastada entre el culo de un gordo y la barra metálica de donde se sostenía. Anduvo a los ponchazos, intentando no morir asfixiada y que sus pertenencias no estorbaran el paso, y mientras el chofer hacía su recorrido, ella pudo ir avanzando de a poco por el pasillo. Llegó un punto de no retorno, y ella quedó estancada en el medio del pasillo. Su espalda daba contra la de la señora de las bolsas. Su brazo derecho se pegaba tanto como podía a su propio cuerpo, aguantando al flaco de cuyos auriculares se emitía el más horrendo sonido, ese que los progresistas de la música llaman “música divertida”. Su flanco izquierdo estaba bloqueado por el tipo que se le había colado antes y que ahora cabeceaba de sueño mientras poco a poco se le caía encima. El abundante vapor producido por las decenas de viajeros se acumulaba contra los vidrios de las ventanas, las cuales saturadas ante tanta humedad no hacían más que condensar el vapor, produciendo así continuas gotas que se deslizaban presas de la gravedad. Ella se percató de que se le dificultaba cada vez más respirar, pues no solo desde hacía rato emanaba un olor nauseabundo desde algún rincón oculto de algún compañero de viaje, sino que además las condensadas ventanas cerradas a tope no permitían el más mínimo ingreso de aire, dejando toda posible renovación a la bajada o subida de algún nuevo pasajero.


- Disculpe señora, ¿podría abrir un poco la ventana por favor?
La vieja coqueta, de robusto tapado símil-pelo de zorro sudafricano y redondas y brillantes perlas falsas colgando de sus orejas, dejó entrever sus dientes pintados con un furioso lápiz labial rojo mientras respondió con una simple cara de desprecio, pero sin emitir palabra alguna.
- ¿Señora? Disculpe, ¿podría abrir un poco la ventana?
- Ay que barbaridad. ¿Vos querés que nos muramos de frío mijita? Yo no pienso abrir ninguna ventana.
- Entiendo señora – dijo ella un tanto decepcionada y sofocada por la falta de aire limpio – pero entienda usted que un poco de aire es necesario. Fíjese que están todas las ventanas del ómnibus cerradas.
- Esta chica quiere que nos congelemos todos – dijo la vieja a otra del mismo porte que se sentaba junto a ella.
El calor que hacía dentro del vehículo aumentó exponencialmente en cuestión de segundos, o al menos así lo sintió ella, quien no pudo contener su ira.
- Señora, si va a decir algo dígamelo a mí en la cara, no tiene por qué involucrar a otra gente. Le estoy pidiendo amablemente que abra un poco la ventana, nadie se va a morir de frío, es una cuestión de ventilación higiénica, un mínimo de aire para sacar este vaho espantoso que hay acá adentro. ¿Me hace el favor?
Pero la vieja no abrió la ventana. Fue ahí que ante la creciente atención de algunos pocos de los ocasionales compañeros de viaje – la gran mayoría de los que estaban sentados se encontraban sumidos en una profunda hipnosis, con sus cuellos torcidos hacia abajo, y las miradas fijas en un elemento rectangular que les succionaba el cerebro –, una muchacha que acababa de despertar un asiento más adelante que la vieja de dientes pintados abrió su ventana de par en par.

Una sensual bocanada de humo le siguió a la profunda y estresada pitada a su cigarrillo cuando sonó su celular. El ringtone la distrajo de sus pensamientos, que consistían en todo el daño que le haría a su jefa, esa gorda hija de puta que de laburo poco sabía, pero que ganaba tres veces más que ella. Había estado pensando en todo lo que le diría el día que consiguiera otro laburo, a esa soreta que estaba ahí por el simple hecho de ser la mejor amiga de la gerente de la empresa, que a su vez estaba ahí porque le soplaba la quena al dueño que vivía en Argentina. Todo era acomodo, y eso que se trataba de una empresa privada. Poco valía conocer el oficio, esforzarse, hacer las cosas bien y romperse el lomo. Mientras pensaba en todo eso, exhaló los últimos soplos de humo que quedaban en su boca y atendió el teléfono. Su cara se fue transformando. La expresión de desinterés se fue convirtiendo en sorpresa, para dar paso a la incredulidad y culminar en algarabía. Tiró el pucho a la mierda, para sumar su colilla a los centenares que decoraban la vereda. Con paso apurado y entreverado entró al edificio y fue hacia su oficina, pero primero decidió parar en el baño. Entró, se miró al espejo y contempló su propia sorpresa, su propia alegría. Por fin podría incluirse a ella misma en esa masa de gente privilegiada que cobrará un sueldo seguro hasta el fin de sus días laborales, independientemente de lo que hiciera o dejara de hacer. No le costó nada sentirse parte de esa masa humana que controla los destinos de sus compatriotas y que puede disponer del tiempo, dinero y esfuerzo de los otros ciudadanos por el simple hecho de estar del otro lado del mostrador y tener su puesto asegurado. Se prometió a ella misma no caer en esa, en no ser un típico empleado del Estado, una conformista más. Mientras hacía malabares para que sus piernas y zona púbica no entraran en contacto con el inodoro donde hacía sus necesidades, se dijo a sí misma que ella no dejaría que se cometieran injusticias, que no se pasaría la tarde comiendo masitas mientras montañas de expedientes se acumularían durante meses en un cajón esperando un simple sello. Se dijo a sí misma que se ganaría su sueldo, que trabajaría por ello, pero toda la lógica se esfumó cuando terminó de limpiarse con el papel higiénico que llevaba siempre en su bolsillo y no pudo más de alegría, de una extraña sensación de tranquilidad hacia el futuro.

Cuando su jefa la vio venir por el pasillo notó algo distinto en su cara. Ella caminaba más firme, con más seguridad, y el desprecio en su mirada se veía distinto al de todos los días. La jefa la miró por un instante y luego bajó la mirada, simulando seguir con sus deberes mientras intentaba no perder una vida más en el Candy crush. Ella caminó con paso firme, mirando a sus colegas por encima del hombro y tratando de disimular esa inevitable sonrisa que se le escapaba entre los labios, en su mirada, en sus gestos. Todos la notaron distinta y ella lo sabía, en el fondo ella quería que así fuera. Cuando por fin llegó al escritorio de la gorda apoyó sus manos sobre sus papeles, lo cual hizo reaccionar a su oponente, quien subió su prepotente mirada, la miró con el mismo desprecio de siempre y le ordenó que sacara sus manos del escritorio. Ella, complacida se balanceó un poco más sobre el escritorio, dejando ver los tesoros escondidos en su escote hasta que acercándose más y más se frenó justó cuando su boca quedó a milímetros de la de su jefa, la punta de su nariz tocó la de ella y sus ojos vieron el sorpresivo pánico en los de quien estaba en frente.
- Renuncio, gorda mal cojida. Vos y toda esta empresa de mierda se pueden morir. Sos tan inútil que solamente podés trabajar acá porque tu amiga le chupa la pija al viejo argentino ese.
Totalmente estupefacta, la ya ex jefa quedó completamente paralizada. Ante la incrédula mirada de todos y observando la terrible expresión de la gorda, ella culminó su acto dándole un fuerte beso en la boca y concluyó:
- Ya nos vamos a cruzar cuando tengas que hacer algún trámite.

Estaba claramente complacida, con el dulce sabor de la venganza en su boca, habiendo hecho lo que tenía que hacer y dejando esa puta empresa de una vez, mientras sabía que una eterna vida de empleada pública le permitiría leer todos esos libros atrasados – en horario de trabajo – y no tener que preocuparse jamás por perder el puesto. Estando aún adentro, sacó su cajilla de cigarrillos del bolsillo, se colocó uno entre los labios y lo dejó colgando ahí por unos segundos, mientras miraba a los costados con su expresión de gloria. Giró la rosca del encendedor con su pulgar izquierdo, inclinó levemente su cabeza hacia un costado y exhaló brevemente hasta ver el fuego en la punta de su cigarrillo. Mirando sutilmente hacia atrás por encima de su hombro abrió la puerta, dio un paso a la calle aún con el cigarrillo en sus labios y salió de la oficina dejando que la puerta se cerrara, y se fue con una sonrisa triunfal.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Clap clap clap clap!
Mejor escrito IMPOSIBLE.. la realidad de muchos.

Me recordó mucho a bradbury y Cortázar simplemente maravilloso

Anónimo dijo...

Más realidad que ficción diría yo, la realidad de gran parte de nuestro país. El convertirse en un empleado del Estado significa garantías, y esas garantías son las que hacen que los vagos se rasquen hasta su jubilación y que quizás alguno haga su laburo, pero en su gran mayoría es un gasto excesivo que se paga con impuestos de los ciudadanos, para mantener a sanguijuelas.
Martín

Unknown dijo...

excelente como siempre. me gusta como vas mechando los distintos palos a esta sociedad en la que estamos con pequeños detalles del cuento. muy bueno.

Anónimo dijo...

Muy bueno che, y diferente a los anteriores artíiculos. denuncias sociales hechas a partir de un cuento corto. muy bueno, y realista.
salud

Unknown dijo...

muy bueno viejo, mucho detalle cotidiano de nuestro convivir. abrazo

Anónimo dijo...

muy bueno, entretenido y realista. salud