En todos hay un escritor. Por más escondido que este se encuentre. Algunas veces se manifiesta y quiere ser la voz de muchas voces y la de uno mismo. Ser testigo y narrador de nuestra historia, amigo y enemigo de nuestros miedos y alegrías, tratar a la realidad como una igual, subyugar lo indomable y liberar lo oprimido. Combatir la intolerancia en una guerra sin cuartel a palabra suelta. Desafiar a nuestra propia inteligencia y re-definir las reglas en las cuales se basa nuestra ya tan reestructurada sociedad. Pero lo más importante sea, tal vez, la indescriptible sensación que nos produce, el dibujar con nuestras palabras en la imaginación de otros.

Bienvenidos.

C.A.

sábado, 30 de enero de 2016

LA HIGUERA

 Quizás sea mejor así.
Cuando una imagen borrosa en la memoria es tan clara que se vislumbra como un conjunto difuso, que se derrumba al tratar uno de detallarlo y volverlo tangible, es porque ese recuerdo se ha ganado el privilegio de estar en un lugar muy especial de tu mente, pero sobre todo se ha refugiado en un rincón inalcanzable de tu ser, de la jaula que contiene aquellas imágenes o momentos más preciados que conservarás como mínimo hasta ese momento en que tu corazón deje de latir, tu cerebro interrumpa su actividad y tu cuerpo pase a ser un simple trozo de carne y huesos.

Cuando abrí los ojos a las ocho de la mañana, me dije a mí mismo que este sería un día productivo. Hora temprana para levantarse un domingo, pero a pesar del sueño me dispuse a desayunar y aprontarme para cortar el pasto. Corrí la manguera que serpenteaba por todo el césped, saqué el alargue, la máquina y me puse a trabajar. Pocos minutos después de haber comenzado mi tarea mis pulmones se inundaron con ese inconfundible olor a pasto recién cortado y yo continué mi labor disfrutando de esos frescos aromas como si fuera la primera vez que los olía. Unos cuántos minutos después, luego de lavar el auto aproveché para regar un poco algunas plantas y árboles. Fue cuando la manguera alcanzó la pequeña higuera que mi cuerpo entero se estremeció. Pocas cosas lo trasladan a uno a un momento dado, una época determinada como lo hace un perfume, un aroma a random elemento.

Al mantener la mirada fija en un punto cualquiera y acudir a esa pequeña jaula con tanto contenido, puedo aún ver con claridad aquella casa, y el recuerdo es tan intenso y tan claro que si intento describirla en detalle se desarma como un castillo de arena que es víctima de la creciente marítima.
Ubicada en el barrio de “Teherán no” (Nuevo Teherán), la casa de los Abbasi fue el escenario de la mayor parte de los recuerdos que conservo de mi niñez en Irán. Puedo verme aún correr con mis pantalones cortos, descalzo sobre las alfombras persas, debajo de las cuales siempre se encontraba algún billete dejado por mi abuela, quien utilizaba los rincones de los valiosos tapizados como alcancía. Puedo saborear la crema acumulada en las tapas de las botellas de leche, por las cuales nos peleábamos con mi hermana cuando mamá venía de hacer los mandados. En aquella época, en plena guerra entre Irán e Irak, la vida de nadie era fácil. Largas colas podían terminar en frustración cuando los productos podían no alcanzar para todos los que esperaban por ellos. La compra de la mayoría de los productos de primera necesidad estaba controlada, debido a la escasez que imponían ocho años de hostilidades entre Occidente (representado por Saddam Hussein que en ese entonces era bueno) y el Irán de los recientemente victoriosos Ayatolláh. Cada familia disponía de ciertos cupones para comprar leche, aceite, queso y otros productos, por lo que tener una tapita con crema más que tu hermana significaba mucho, más allá de que al final termináramos repartiendo todo por partes iguales. Puedo recordar la magnífica sensación de despertarse un viernes por el maravilloso perfume del cardamomo que inundaba todo el cuarto, sabiendo que mamá y papá estarían en casa. La mayoría de las veces también estarían mis hermanas más grandes, y todos juntos desayunaríamos pan – lavash, sangak o barbari –, exquisitas mermeladas caseras con manteca o crema doble, obviamente acompañados de un exquisito chai con semillas de cardamomo preparado por mi abuela.

La casa de los Abbasi era grande y espaciosa, o al menos así quedó la imagen en mi jaula o caja de recuerdos; si de verdad lo era no lo sé. Seguramente mi tamaño de entonces tenga que ver con la escala con que miraba todo elemento, por lo que deduzco que su tamaño real debe haber sido bastante más reducido que aquello que atesoro en mis memorias, ¿pero a quién le importa?
Allí pasé los años de memoria que tengo en Irán. Pasábamos bastante  tiempo dentro de la casa, sobre todo en invierno, pero sin dudas EL lugar donde transcurría la mayor parte del tiempo de aquellos años era el patio, o en su defecto la calle. La calle donde estaba la casa tenía un ingreso por uno de sus extremos, pero estaba cerrada en el otro, lo cual garantizaba que quienes por allí circulaban fueran del barrio, más bien de esa calle. Esto era una excusa perfecta para que durante las tardes, la totalidad del ancho asfaltado pasara a ser nuestra cancha de fútbol, y en otras ocasiones el largo se convirtiera en una pista de carreras de bicicletas. Allí pasábamos horas, tardes enteras pateando pelotas y yéndolas a buscar a las canaletas antes de que el agua que por ellas corría se la llevara demasiado lejos. Jugábamos hasta que nuestros padres llegaban de trabajar y nosotros corríamos a contarles las aventuras del día antes de la cena.
Pero más allá de la calle, el patio tenía su magia, la magia de la casa. En un rincón había una pequeña construcción de un piso, aislada del bloque principal que era de varias plantas – nosotros vivíamos en este último –. Aquella pequeña construcción era todo lo que se necesitaba para darle emoción a la vida de un niño chico, como lo era yo. El señor Abbasi, veterano de esos entrañables, culto, amable, con sus seis idiomas y sabiduría, tenía allí su oficina, por lo que ese era claramente el rincón prohibido para los niños. Cuando el señor Abbasi dejaba entreabiertas las persianas, nosotros podíamos pegarnos contra el vidrio y chusmear lo que había adentro. Claramente había muchos libros, de lomos muy viejos y gordos, que a mí no me servían porque aún no sabía leer, pero me fascinaba la sola idea de saber todo lo que había en cada uno de ellos. También había toda una serie de elementos de escritorio y de trabajo, una máquina de escribir, todo tipo de lápices y plumas, pero lo que más nos llamaba la atención era el enorme globo terráqueo – nuevamente, relativizar el tamaño del elemento en base a mi tamaño en aquella época –.
En el extremo del patio que daba contra la calle, un enorme árbol de moras blancas era el deleite nuestro y de muchos vecinos, pues no solo el suelo se llenaba de sus frutos dentro de la casa, sino que además el árbol desbordaba generosamente a la calle, por lo que permanentemente se veía a alguno de los pibes que jugaban al fútbol conmigo trepados del muro degustando las exquisiteces del árbol.
La entrada estaba entubada por una hermosa parra. Al abrir los portones de la calle, el acceso se daba bajo la sombra de la parra, la cual nos deleitaba con sus uvas. Siendo parte de la dieta de los iraníes las “golosinas ácidas”, la parra nos proporcionaba exquisitas uvas verdes, parte de las cuales recolectábamos cuando estaban aún ácidas, y dejábamos otra parte para cuando alcanzaban la madurez y en vez de hacernos fruncir la boca y cerrar un ojo como un guiño, nos empalagaban la tarde con todo su jugo dulzón.
Ya avanzado el patio, cerca de las casas, había dos árboles de caqui para darle el toque naranja, distinto y llenarse de pájaros cuando sus frutos alcanzaban el estado óptimo. En el cantero donde estaban los caquis fue a esconderse en un invierno mi tortuga: Laki. A la pobre desgraciada la fuimos a encontrar cuando el hijo del vecino intentaba remover la tierra para plantar cuando según él había encontrado una piedra, por lo que no paraba de darle con el pico. Resultó ser que la piedra era el caparazón de Laki quien estaba hibernando. Su caparazón quedó un poco herido, pero se pudo recuperar.
El patio carecía de césped, y estaba prácticamente en su totalidad recubierto de un pavimento pétreo de color claro, el cual en esa imagen claramente difusa de mi mente aparece como una tonalidad beige. En el centro, la protagonista era  la enorme higuera. No sé cuántos años tendría la misma, pero puedo jurar que su enorme tamaño no es fruto de mi diminuta escala de entonces con respecto al mundo, sino que era enorme de verdad. La higuera no solo nos daba higos, sino que su prominente sombra era el refugio de los calurosos y secos días de verano en Irán.

Cuando regué la higuera, me percaté de sus diminutos higos, aún verdes, en ese árbol que es aún tan indefenso enfrente de mi casa, en Shangrilá. Pero a pesar de su pequeñez, al mojarse, las hojas de la higuera desprendieron un perfume que me trasladó en el tiempo. Instintivamente cerré los ojos, y la jaula se abrió. El baúl de mis recuerdos se desbordó y dejó escapar uno de sus más exquisitos recuerdos. Allí estaba yo, con cinco o seis años, en calzoncillos en aquél sofocante día de verano. Mi abuela me había hecho el almuerzo, y yo me había portado bien pues me lo había comido todo. Dentro de la casa, los ventiladores no daban abasto y afuera el inclemente sol incineraba todo lo que se expusiera ante él sin piedad. Fue entonces que escuché el inconfundible silbido que venía de las escaleras que comunicaban mi casa con la de arriba. Ese silbido no era otro que el llamado que teníamos con mi amigo Sayeed, nieto del sr y la sra Abbasi. Le pregunté a mi abuela si podía salir a jugar con Sayeed y me dijo que mientras no estuviéramos al sol no había problema. Abrí la puerta, aún en calzones y vi que Sayeed también estaba casi desnudo. Cuando le dije que me estaba muriendo de calor y que mi abuela no nos dejaría salir a jugar al sol, me contó de su fantástica idea. Convencimos a Aziz – mi abuela – y salimos al patio, desenrollamos la larga manguera que usaba la sra Abbasi para regar y la estiramos todo lo que pudimos hasta la higuera. Mi abuela no entendía porque simplemente no nos mojábamos con la manguera, pero de todos modos nos ayudó a llevar acabo nuestra idea.
Primero se paró Sayeed bajo las hojas de la higuera gigante y el agua salió furiosa de la manguera. Yo procedí a poner mi dedo pulgar frente a la boca de la manguera para aumentar la fuerza del chorro. Al principio le apunté a Sayeed, quien protestó por lo que cambiamos de lugar. Entonces yo me paré bajó la higuera y él tomó la manguera, pero en vez de apuntarme a mí levantó el chorro todo lo que pudo, algunos metros por encima de mi cabeza. El agua fría, atraída por la fuerza de gravedad comenzó a caer, pero para alcanzarme a mí tuvo que pasar por el abundante follaje del bendito árbol. Entonces, para cuando las primeras gotas me alcanzaron, un aroma a higo había inundado el patio, y lejos de estar bajo un chorro de agua, yo sentía una a una las gotas caer, en forma de lluvia difusa. El efecto fue mágico, las risas de goce instantáneas e imparables, y encontramos un modo de refrescarnos y pasar el tiempo en aquellas cálidas tardes de verano, muy lejos  en tiempo y locación de la pequeña higuera que se encuentra en la ciudad de la costa. Cuando abrí los ojos noté que mi vista estaba parcialmente nublada, no porque aún estuviera apreciando una imagen guardada en mi memoria, sino por las lágrimas que tenía acumuladas.

Pocos años luego de nuestra partida de Irán, me llegó la noticia de que Sayeed se había ido. Ya no estaba bajo la higuera en el calor del verano, sino en un complejo de aguas termales en pleno invierno. Sayeed se zambulló de golpe en la piscina de agua caliente, y el contraste de las bajas temperaturas del invierno iraní le pasó factura con un infarto instantáneo. Según nos llegó la noticia en aquél año donde yo cursaba cuarto de escuela, para cuando llegó la ambulancia Sayeed ya estaba bajo una higuera mucho más grande, sintiendo caer sobre su rostro las cristalinas gotas de agua que se paseaban por las hojas de otra árbol, en otro plano.

Desde mi venida a Uruguay, una de mis mayores añoranzas fue siempre poder volver aunque sea una vez más a la casa de los Abbasi. Al pasar los años supe que daría cualquier cosa por poder volver una sola vez y abrir aquél portón, ya de grande, ya con más conciencia de lo que mis ojos verían y mi memoria guardaría. Asumiendo el riesgo que implicaba des idealizar aquél lugar mágico, soñaba con pasar por debajo de la parra, saborear una mora blanca, pasar por aquél estar donde había crecido, ver si aún estaba en aquél cuarto el globo terráqueo del sr Abbasi y por qué no, comerme un higo de aquella higuera gigante. Claro, no me atrevería a estar nuevamente en calzones bajo las hojas de la higuera. De todos modos tampoco estaría Sayeed para empujar el agua de la manguera con todas sus fuerzas hacia arriba, pero quizás pudiera aún escuchar el eco de los silbidos. Esa fue mi obsesión durante años, mi sueño, mi anhelo, pero el tiempo pasó. Estando del otro lado del mundo me enteré de que el Sr Abbasi se había ido con Sayeed, y que la sra Abbasi también estaba en el mismo viaje. Poco a poco las imágenes de los recuerdos se fueron haciendo más difusas, más idealizadas, más profundas, pero un atisbo de esperanza mantuvo la llama encendida por un tiempo. Me imaginaba a mí mismo llegando a la casa, rompiendo en un desconsolado llanto, recordando mi niñez, mis amigos, Sayeed, los Abbasi… Con el pasar del tiempo mis posibilidades de volver a Irán se volvieron más remotas, y a su vez Teherán se sumergió en un fenómeno de expansión territorial y demográfica sin precedentes. El negocio de las torres y los rascacielos repuntó como nunca y los barrios crecieron en cantidad de habitantes, pero decayeron en calidad. Las calles dejaron de ser canchas de fútbol y pistas de carreras de bicicletas. Los escenarios de los recuerdos de mi generación fueron hechos añicos bajo la feroz especulación inmobiliaria.


Cuando abrí los ojos bajo el perfume de la pequeña higuera de mi casa de Shangrilá, supe una vez más que de la única forma que puedo volver a la casa de los Abbasi es cerrando los ojos, apretando el pecho y acudiendo a aquella jaula sumergida en un rincón de mí ser, uno que se creó hace más de dos décadas. Quise descreerlo por un momento. Por un instante me vino nuevamente la ilusión de volver, de estar, de ir corriendo a abrir la puerta y llorar tranquilo, pero luego recordé que hoy la higuera no está más, pues en su lugar se yergue una torre de acero y cemento.

17 comentarios:

Anónimo dijo...

sos un grande loco. es increible como de algo tan simple logras algo tan magnifico.

Unknown dijo...

aplausos de pie. realmente maravilloso. me encantó. lo comparto y te felicito por esa manera de escribir.

Samy dijo...

Increíble, misitico. Me emocionó. La desilusión de volver a un lugar que no si gente ni su geografía están, pero la ilusión de conocer que fue a ocupar su lugar.
Por suerte contamos con ese mágico poder de volver con los sentimientos a donde el cuerpo no nos puede llevar...


Cuando abrí los ojos bajo el perfume de la pequeña higuera de mi casa de Shangrilá, supe una vez más que de la única forma que puedo volver a la casa de los Abbasi es cerrando los ojos, apretando el pecho y acudiendo a aquella jaula sumergida en un rincón de mí ser, uno que se creó hace más de dos décadas. Quise descreerlo por un momento. Por un instante me vino nuevamente la ilusión de volver, de estar, de ir corriendo a abrir la puerta y llorar tranquilo, pero luego recordé que hoy la higuera no está más, pues en su lugar se yergue una torre de acero y cemento.

Montevideo Etnico dijo...

Ali, sinceramente una de tus mejores. Ese lugar que existe en nuestras cabezas,hoy vos lo armaste con palabras. Gracias y un abrazo grande. Dr. Braulio Kröger.

Anónimo dijo...

muy bueno muchachos, de verdad.
abrazo
jp de roma

Anónimo dijo...

la puta madre loco, no pude contener las lágrimas. gracias por esto

Anónimo dijo...

maravilloso. simplemente maravilloso.

Anónimo dijo...

simplemente espectacular.saludos

Anónimo dijo...

superlativo. realmente emocionante loco. no solo la historia por si misma es emocionante, sino todos los detalles de esa niñez ajena a la nuestra, tan lejos, tan diferente. muy bueno

Anónimo dijo...

excelente. muy emotivo
saludos
maria

Unknown dijo...

Mirá que tienen buenos articulos. el ultimo de polonia fue muy bueno, asi como tantos otros, el de bradbury, tambien muy emocionante, etc, pero con este la verdad que se fueron al carajo.
sigan escribiendo muchachos
abrazo

Anónimo dijo...

hermoso relato, hermosos recuerdos y linda manera de contarlos.
gracias

Anónimo dijo...

maravilloso relato, de una sutileza exquisita. me encantó

Anónimo dijo...

interesantisimo relato chicos. muy buena historia pero ademas muy emotiva y a su vez exotica para nosotros que tanto desconocemos de un pais como iran. muy bueno

Anónimo dijo...

muy bueno!

Unknown dijo...

impresionante

Unknown dijo...

Querido Ali,sos tan especial!,tenés un mundo tan hermoso,tu interior,tus bellos sentimientos...este relato de tu propia existencia...exelente!Dios,Ala,te bendiga siempre y siga guardando tan nobles recuerdos!...agradecida de tu relato...tqm!